8 ene 2020

Zapatos de hebilla granates.

Si hay algo por lo que yo sé de la grandeza de la persona que ha inoculado verdadero AMOR y se ha quedado para siempre a vivir en mi corazón, es por la calidez y nitidez de los recuerdos que esa persona evoca en mí.

De mi madre y de mi abuelo, a pesar de que no están pisando el suelo desde 1988 y 1999, respectivamente, son los mejores, sin lugar a dudas. Él y ella eran los dos excelentes narradores. Mi abuelo parco y austero como en la vida a nadie conocí, hasta hace poco... Aunque fue una capacidad sin duda heredada por su hija, mi madre, y después por mi hermano Javi, el nieto mayor, quien más y mejor le conoció.

Mi madre contaba muchas anécdotas de él, más a mí, en privado, cuando él ya no estaba, frecuentemente comentando el triste hecho de la cantidad de nietos que se perdería, empezando por la primera que nació después de él fallecer. Sí, mi hermana pequeña fue la primera de cuatro nietos que nacieron después, a lo que se añaden los diez bisnietos ya llegados a este mundo, en treinta y dos años desde que nos dejó.

Una de mis favoritas que solía contarme, también mucho a petición mía, era: 
<< ¡La de cuando me sacó de paseo y me compró las merceditas granates, mamá! >>

 A ella, además, se la encendía el pecho y el candil en la carita mientras contaba cómo su padre estaba loco por su primera nieta. Es un recuerdo verdaderamente nítido para mí de la faz del amor auténtico.

Me llevó al parque Buenavista de Gamonal, a los troncos de madera, el arenero y los columpios más molones del barrio, en aquella época de mi niñez... (Hoy en día y hace años ya, que se utiliza ese espacio para las cada vez más escasas sesiones de pirotecnia, del total de las que se programan en fiestas de Sampedro, para el barrio obrero más populoso de la urbe y en el extrarradio oriental de la ciudad).
El caso es que mi abuelo Raimundo, agarrándome de la mano mientras yo saltaba por los troncos, -serrados, a modo de videojuego, de la zona infantil del verde parque,- se fijó en que llevaba mis zapatos de diario para el cole desgastados por las punteras. Y claro, ni corto ni perezoso, para la tienda más cercana, en ese mismo momento que me llevó.
Esa zapatería más cercana en aquella época, era una de las de la Calle Vitoria de Gamonal, en sentido descendente, en la acera a mano izquierda desde la vía principal que atraviesa la aldea. Era una tienda carísima, prohibitiva para la mayoría de los bolsillos de un obrero con un sueldo medio, y situada en la arteria burguesa principal del barrio por algo. Médicos, aparejadores, farmacias, bares de bravas, el Bar Reno y sus recreativos, los comercios textiles de cadenas de barato, La Orensana y La Flor Catalana. Y entrada a Burgos viniendo desde la capital alavesa que le daba nombre a la yugular de entraba al antiguo pueblo que se convirtió en barrio de aluvión denso.
Los zapatos eran de muy buena calidad, eso sí. Es lo que buscaba mi abuelo y sabía dónde encontrarlo, a pesar de no estar al alcance de su bolsillo sin tener que rehacer cuentas para llegar a fin de mes.
Y nos fijamos, me fijé, en unos de color granate preciosísimos que me duraron un montón (mi abuelo los compró un par de números más que el mío y los usé con algodones, truco típico para paliar la enorme velocidad a la que crece el pinrel en esas edades infantiles). Yo solía llevarlos o negros o azul marino "que combinan con todo" según mamá decía (yo también lo procuro con mis hijas, claro, es del todo lógico). Pero mi abuelo se empeñó.

Me los llevé puestos y cuando llegamos a casa mi madre le echó la bronca mientras él sonreía de oreja a oreja y decía "la niña tenía los zapatos ya rotos, qué hacer que comprarle otros, si va con su abuelo".

...


"Son muy bonitos, padre... ahora le tendré que comprar un polo y alguna cosa del mismo color..."