Confinados, asustados, reflexivos corazones, En realidad no son los corazones lo que reflexionan. Sino las cabezas. Esas cabezas...
Y desde la cabeza, por los ojos, los oídos, incluso el olfato sobre el ambiente. Putrefacto. Una sociedad que se caracteriza por un individualismo cada vez más feroz. Que pisa muertos en cuerpo presente, de quien nadie se han despedido, de entre los rostros conocidos, ninguno.
Y cuando no has podido despedirte nada más que en una dirección, porque parte de tu alma se moría sin saberlo. Tú sí. Porque te lo dijeron. No se lo dijeron, no se lo dijisteis. La alternativa escogida, que no supiera de lo cercano de su final en el paso por este mundo. Tampoco la entrada en coma, en la que tampoco estaba allí ella ya. No sabías, en aquel momento, no alcanzabas a imaginar, cuán duro se te haría aquello. No la muerte, compañera inevitable de la vida. No su juventud y partida prematura. Lo que no concebiste en su dimensión siquiera aproximada, era ese peso insoportable, esa piedra atada al cuello, de no decirle "Adiós, mamá, te quiero con toda mi alma, gracias, infinitas gracias".
Era despedirse de los restos para los restos. Pero cuando eso sucediera, ella cruzaría el umbral. Sin un agradecimiento por su entregado amor y sus enseñanzas. Sin alabanzas por los valores que dio en vida y sigue dando, a través de una memoria nada piadosa, aún. Gracias por su lucha incansable, y perdón porque no lo valoraseis.
No sabes por qué ese dolor no se calma, tanto tiempo después. Tan sencillo, tan complicado... a través de las letras, pretendiendo dibujar una despedida borrosa, que empaña los cristales de vaho, que te hace escaldarte, pensando en la ducha, dormitando en la playa que no vio ni visitó. En aquellos días. Tratas de ver con benevolencia el estar ahí, no fallarle cuando más necesitó de tu hombro y tu mimo contenido. Pero sin loas, no sospechara demasiado de un cambio en ese carácter. Aún adolescente y egoísta.
Es, sin embargo, un sentimiento profundamente desasosegante.
Y ahora, en nuestros días, nos sacude una epidemia de un patógeno tan contagioso y puñetero que nos tiene encerrados a todos. Miles de personas que no han podido decir adiós, sin ser lo mismo, porque estuviste a su lado hasta el último aliento. Pudiste tocar y llorar su cuerpo inerte. Pero no decir adiós de palabra. Aunque a priori fuera un dulce final, de inocente durmiente, para ti fue muy amargo. Como la hiel. Aún sientes el sabor en la boca. La desazón de no saber, con lo lista que era, si fingió aquella tarde, antes de entrar en el limbo del coma...
Todos los indicios de ser su hora estaban. Aquella habitación destinada a terminales en la planta a la que acudía a tratarse con quimioterapia. El sospechoso desfile de todos los suyos y más cercanos en la habitación. Sin faltar uno. En pocas horas y hasta rozar el ocaso. Y lo que más te obsesiona, sin duda, y te hace pensar en que sí, efectivamente, sabía que se iba y calló: vuestras caras. Las de tus hermanos y la tuya. Y la ausencia de la benjamina. ¿Qué pensaba? No preguntasteis. Todo el mundo participó de los falsos planes para las fiestas inminentes. En increíblemente bien coordinada estampa, todos a una, con las pretensiones de salir a divertirse como años atrás no hacía. Tu tío el músico, prometiendo abono para los toros y asistencia en primera fila a los espectáculos que el Ayuntamiento contrató con él. Su hermano favorito, tu padrino. Él, por eso mismo, por su alegría vital y su capacidad para ser jovial y divertido, haciendo de tripas corazón en el peor momento. Haciendo el paripé de que todo iba a ir bien. Que saldría de aquella, por enésima vez.
Así de desgarrador, pero aún peor, es el amor en tiempos de pandemia. Y todos estamos en un barco fantasma, con los seres que nos llenan, a los que amamos, antes, ahora, mañana... lejos.
Y las redes. Ese instrumento de nuestros días, la comunicación online, que propicia lo que antes no era posible. Conectar nodos y personas. Seleccionar más y mejor. Separar el grano de la paja. La afinidad íntima, sensual, amorosa, que se cuela, siendo a través de frías e impersonales pantallas. Se cuela, se te ha colado. Si él creía que era un problema conocerte en el antro, no le faltaba parte de razón. Pero en absoluto comprendió. Y después del primer escarceo, menos. Todavía menos aún sabía que no eras nueva, lo dio por hecho, porque tu perfil para aquel entonces; debió parecerle de ingenua y novata. Y era cierto que poco habías departido en esa casa de hienas hijas de puta que son las redes.
Amor y odio.
Porque hay cosas que son como un pico del Himalaya, jodidas de progresar, avanzar, solo, desde el campamento base, escalada hasta la cumbre. La ventisca en la cara, los pies congelados, que amenazan gangrena. La incertidumbre de la avalancha, haciendo el esfuerzo en vano, caminando hacia una muerte segura y desafiándola.
Cuándo, por qué. Quién lo sabe.
Pero estás en el puro hielo, debajo, en un agua mortal. Y un día, verbigracia de este invento que sirve para poner a los ojos del que anhela vilmente poseer y como no puede, odia, en tu camino se cruza un brillo en la distancia. El destello de un rayo de sol se cuela por el agujero que un pescador perforó en el suelo. Y allí, a kilómetros de distancia, alguien te salva. Es inalcanzable. Inaccesible porque está lejos, lejísimos y ahora no puedes recorrer el trecho. Sea porque está prohibido, por la salud de todos, sea porque no tienes los medios, -estás atrapado, en tu propia miseria y precariedad-, o sea porque aquello que viste está abrumado por el hielo que rodea su corazón. Y no lo sabe y no se lo has dicho, que es lo que opinas. Ni desde la ventana de las selvas de Internet ni de viva voz, cuando hiciste lo imposible por llegarte.
Y siendo a quien buscabas, quien te devolvió el calor y la vida, a pesar de su fría estampa, en un sueño de amor cálido y pasional que se permitió, en medio del auto-castigo, no habrá nada que hacer. Ya no sabes si es bueno o malo, como antes pensabas. La inmediatez de una conexión, con su veto a la piel indisoluble, macabro, torturador...
Siniestro.
Otros pescadores se llegarán a perforar el hielo del lago de nuevo. Tal vez.