6 jul 2020

Esta sensación de libertad.

Aún con el dolor del golpe, tras la caída. Y quizá ese sea el único motivo para conceder la sonrisa al 2019.

Despertar del letargo, tras la hibernación, no es tarea sencilla, lleva tiempo.
Son ironías estas de la vida. Obligada por el devenir de los acontecimientos, mi trayectoria vital ha estado marcada por la espera, el posponer siempre y la paciencia que todo eso conlleva asociada. Claro, que todo tiene un límite y el vaso llega a rebosar. Creo que es esto lo que ha pasado. Veinte años eran muchos quedando casi siempre relegada a un segundo plano. Y digo casi siempre porque ser medio canaria es la excepción. Es el único de mis sueños logrados, aunque luego, con el paso del tiempo y aprendiendo y conociendo los problemas sociales de fondo, como en cualquier lugar de este mundo, la tristeza esa que siempre se me agarra, hace aparición. Pero eso no es Lanzarote sino mi manera de ser. Me habría pasado en cualquier sitio, volver a ese desencanto. Eso no quiere decir que me quiera ir. Tengo muy claro que es mi lugar en el mundo. Y tras un periodo profundo de duda y reflexión, sabiendo que la formación superior se complica y es más cara aquí para mis hijas, he vuelto a la claridad de ideas en cuanto a creer que es un sitio maravilloso para crecer. De momento nos quedamos. Burgos sería una fuente de problemas y focos de ansiedad que aún no estoy preparada para enfrentar. No sé si no me sacarán de la islita con los pies por delante como única manera posible, pero espero que ni eso.

Cuando fui madre sentí por un tiempo la necesidad de volver. Luego la sentí más cuando empezó a resquebrajarse mi relación de pareja. En esos días me quemaba la añoranza de mamá. Lloraba un par de veces a solas al día mínimo. Nadie lo supo. Los dos primeros años de vida de las mellis me tiraba las 24 horas del día a su cuidado, casi la mitad de ellas sola. Tenía muchas oportunidades, pues, para llorar amargamente mi soledad cuando menos la deseaba. La carga hormonal de un múltiple y todos los cambios que supone esa gestación son brutales. Yo deseaba con toda mi alma ser madre, pero la multiplicidad me pilló fuera de juego. No olvidaré nunca esa eco. Salí aterrada del hospital. Él como loco de contento. Yo aterrada. A él hasta la ginecóloga tuvo que decirle que frenara el entusiasmo, que no los iba a cargar él. Yo aterrada.

Y el terror no era solo por lo físico-hormonal-montaña rusa emocional-económico... No, no... yo ya tenía problemas serios y discrepancias por el orden y la limpieza de siempre, durante toda nuestra convivencia ha sido así. Yo me la vi venir gordísima y fue diez veces peor que mi previsión.

Sin embargo, aquí estamos hoy, separados, él llevando el tipo de vida que quería llevar, pero solo (eso no entraba en sus planes), y yo sin ni idea de qué hacer con mi vida ahora. Poner copas otra vez, supongo. Pero mis niñas conmigo. Ellas, de manera escogida, son las únicas que limitan mi libertad. Y para que ellas estén bien, en realidad la mejor manera es que yo lo esté. Me faltan unos pasitos para ser libre que no sé cuánto tiempo me va a llevar darlos. Pero la sensación de libertad va en aumento. Porque cada día soy más yo. Convencida de ello. Y de que se alejen todos aquellos a quienes no les guste esta mujer que soy. Con mis virtudes y mis defectos.

Porque no necesito ser una gran persona, me conformo con la normalidad de tener virtudes y defectos, como la mayoría, pero lo que necesito es ser una mujer libre, sin el deseo enjaulado. Y amar como siempre quise: sin ataduras ni exclusividad, por si el deseo falla sin remedio. Mi casa y mi independencia total de todos los yugos y mochilas que no son mías.
Ser yo. No quiero disfraces ni cumplidos vacíos de quien sale y se hace silencio.

El silencio no me gusta. O las voces de rol de las Chan jugando o música.
Siempre hay música.

Me gusta esta libertad que crece, aunque sea en mitad de una pandemia, que nos confinó y confinará.