14 mar 2020

En la marea.

Eran otros tiempos, qué duda cabe. Diez años menos sí son años, en la fisonomía de los cuerpos humanos. Es imperceptible ese tiempo, insignificante si lo comparamos con una era geológica, por ejemplo. 
Pero la piel es un pergamino, donde se anotan los órganos que van fallando, las arrugas que se han de surcar, los desperfectos que el corazón deja en el alma, la huella del sol, el recuerdo del salitre del océano.

No sólo era para nosotros, ágiles, vigorosos, enérgicos, seductores, bajo una nueva luz que proporciona otra perspectiva de la persona amada.

Como conejos, con la luz del sol, salir de la madriguera. Solo pensar en copular, en sitios distintos donde la novedad aportara morbo. En aquellos lugares donde nunca habías pensado. Y en los que sí pero que no habías tenido oportunidad.
Está muy manido y visto, ¿cómo no intentarlo antes de vivir a dos pasos?

Intentarlo alguna vez antes, en frías y poco soleadas playas. Reír y pornerse cachondos, pero terminar en la habitación del hotel, o en el coche aparcado arriba.
Pero nada como la islita para asegurar que la sensualidad te invade. 
Por la calidez de la temperatura, del mar y del exterior. Por la transparencia cristalina de sus aguas, que excita más cuando los cuerpos están desnudos. Porque, dentro de lo esperable y probable que era terminar follando un día de fin de semana, más con playa durante el día que el resto de los días, en los primeros años de vivir en la luna, lo nuevo aquella tarde fue quedarse solos temprano en la orilla sur del arenal. Aún había luz y la sensualidad de las curvas bajo la superficie del mar era un reclamo para disfutar de la vida a la enésima potencia. Rodeados de mar, solos y excitados, desnudos y enérgicos, despiertos por la pasión de un sueño hecho realidad. Estar allí era una celebración atávica y auténtica de los sentimientos a flor de piel. Un regalo de la vida que cae y eres consciente de la joya entre tus manos. Y así las manos y todas las extremidades y el sistema nervioso erizado, en una lucha de equilibrio entre el suave oleaje y la erección con salitre, que dificulta y excita a la mujer, a partes iguales, y que brava, como caballito de mar crispado, está empeñada en acoger en su húmedo pero saladito puerto. Y lo acoge, y lo cabalga.
Y será algo inolvidable ver que atardece tirados en la arena, desnudos, tras el oleaje indescriptible de placer. Que fue como un temporal.

Y cesó también, a pesar de ser galerna en mi interior aquella tarde de sexo atlántico afrodisíaco, encantador y ...

novelado.