Recordaba aquella noche nítidamente, a pesar de los años transcurridos. Que, curiosamente y aunque su memoria retenía los detalles de la estancia perfectamente, no podía precisar de manera exacta. No recordaba si tenía ocho, nueve o diez años de edad cuando sucedió. Sí que sus hermanos mayores estaban en un internado, en Palencia. Y recordaba que ella y su hermano más pequeño gritaban y lloraban, asustados por la escena de extrema violencia contra su madre.
Había llegado mamado y tardísimo a casa. Ellos llevaban acostados y dormidos un buen rato, cuando empezó la discusión.
Su memoria no había podido olvidar nunca ese rincón de la cocina, son sus azulejos blancos de dibujos geométricos, en gris y naranja, su radiador de la calefacción central ardiente y sus cortinas de a cuadros azulones y blancos.
La madre tenía cara de terror y gritaba de dolor a cada golpe. Corrieron a intentar quitárselo de encima pero eran aún pequeños, de modo que ambos recibieron también varios puños de rebote, lo que hizo que ella se envalentonara quitando las manos de la cara para gritar "¡A los niños no! ¡desgraciado!"
Y entonces aprovechó para aplicar el puño otra vez en la cara de ella, que, debido a la borrachera, erró parcialmente, dando de refilón en la mejilla, pero acabando la trayectoria con toda la rabia sobre el radiador de hierro pintado de blanco. El dolor pareció sacarle de su ensimismamiento canalla. Quedó un momento mudo. Apenas nada, tres segundos, para volver a vociferar blasfemias e insultar otra vez a la mujer, mientras ella ya se había zafado del rincón en que estaba por él acorralada, para salir rápidamente de la casa con los niños y pedir ayuda a la vecina que daba puerta con puerta. Nadie abrió, así que corrieron escaleras abajo hacia la casa de otra vecina de más confianza, la del quinto. El marido estaba en casa también, eran buena gente y sabían lo que pasaba, aunque lo normal en aquella época era que nadie se metiera en los asuntos de nadie, a pesar de la evidencia, hasta que había episodios de esta gravedad. Aquella noche traumática, el vecino se ofreció a subir con los tres a casa, para que el padre no se atreviera en su presencia a continuar con la paliza, intentar calmarlo y que se acostaran. Y mañana sería otro día.
Y efectivamente, los días siguientes a las agresiones, él volvía del curro suave y manso. Comían en silencio e incluso se podría decir que se percibía un atisbo de vergüenza en la cara del padre de familia. Y la madre callaba. Por varios días no se dirigían apenas la palabra, salvo para lo imprescindible.
A veces los dos pequeños estaban en su cuarto haciendo la tarea del cole y la oían sollozar bajito en la cocina, mientras planchaba o trajinaba en las tareas domésticas. Otras veces ella llegaba a casa del colegio y desde el otro lado del umbral, antes de llamar al timbre, escuchaba a su madre hablando por teléfono, diciendo que no podía más y que quería separarse.
Tantas veces que escuchó aquello cuando la madre pensaba que no la oían, que, al no materializarse ninguna de las veces, la pequeña empezó a pensar que los adultos decían cosas que luego no hacían, que mentían mucho. Que esas cosas que no hacía su madre después de insistir mucho en que esta vez sí, al interlocutor al otro lado del teléfono, alimentaron el rencor no solo contra la violencia de él, sino que también con la falta de determinación de su madre para sacarlos, a sus hermanos y a ella, de aquel infierno doméstico que llamaban hogar.
Tuvieron que pasar unos años aún para que las escenas de violencia dejaran de suceder, también entre el padre y los dos mayores, que regresaron del internado religioso. Ese verano ya habían empezado a ir como ayudantes a sus trabajos, porque "así aprendéis lo que es la vida". Y tenían no pocas broncas con él, porque no opinaba como la madre: "Aunque sea aumentarles mil pesetas la paga mensual, no es justo que te acompañen sin asegurar y tampoco remunerarlos, con 15 y 17 años que tienen". Él entraba entonces en erupción y se le ponía el rostro rojo de ira. Pero los "niñitos" como les llamaba en un alarde de celos de padre a hijos de campeonato, habían dado ya el estirón, no eran tales. Así que se interponían entre la madre y las intenciones de él. Como fuera, a empujones si era necesario. El crecimiento físico y mental de los muchachos le hacía acobardarse cada vez más, lo que hizo que el miedo a que un día le partieran la cara, con el paso de los años apaciguara esa frustración que volcaba en el alcohol para después arremeter contra la madre.
Así que ella nunca ya se planteó irse lejos de su verdugo. De modo que se sumó otro más como consecuencia: la depresión.